Hola a todo aquel que se tome su tiempo para pasar por este humilde rincón. En este blog, se publicarán mis fics, esos que tanto me han costado de escribir, y que tanto amo. Alguno de estos escritos, contiene escenas para mayores de 18 años, y para que no haya malentendidos ni reclamos, serán señaladas. En este blog, también colaboran otras maravillosas escritoras, que tiene mucho talento: Lap, Arancha, Yas, Mari, Flawer Cullen, Silvia y AnaLau. La mayoría de los nombres de los fics que encontraras en este blog, son propiedad de S.Meyer. Si quieres formar parte de este blog, publicando y compartiendo tu arte, envía lo que quieras a maria_213s@hotmail.com

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domingo, 16 de mayo de 2010

Amante de ensueño * capítulo 4/2

Vestida con su camisola de dormir rosa, Grace se detuvo en la habitación de sus padres, junto a la puerta de espejo del vestidor, donde guardó los anillos de boda el día posterior al funeral. Podía ver el débil resplandor del diamante marquise de medio quilate.

El dolor hizo que se le formara un nudo en la garganta; luchó contra las lágrimas que pugnaban por brotar de sus ojos.

Con veinticuatro años recién cumplidos en aquella época, había sido lo suficientemente arrogante como para pensar que era una persona madura y capaz de hacer frente a cualquier cosa que la vida le pusiera por delante. Se había creído invencible. Y en un segundo, su vida se derrumbó.

La muerte le arrebató todo aquello que una vez tuvo: la seguridad, la fe, su creencia en la justicia y, sobre todo, el amor sincero de sus padres y su apoyo emocional.

A pesar de toda su vanidad juvenil, no había estado preparada para que le arrebataran por completo a toda su familia.

Y, aunque habían pasado cinco años, aún los echaba de menos. El dolor era muy profundo. El viejo dicho aquél, según el cual era mejor haber conocido el amor antes de perderlo, era un enorme fraude. No había nada peor que perder a las personas que te quieren y te cuidan en un accidente sin sentido.

Incapaz de enfrentar su ausencia, Grace había sellado la habitación tras el funeral, y lo había dejado todo tal y como estaba.

Abrió el cajón donde su padre guardaba los pijamas y tragó saliva. Nadie había tocado estas cosas desde la tarde que su madre las dobló y las guardó.

Todavía recordaba la risa de su madre. Las bromas sobre el conservador estilo de su padre, que siempre elegía pijamas de franela.

Peor aún, recordaba el amor que se profesaban.

Lo que daría ella por encontrar la pareja perfecta, como les había sucedido a ellos. Habían estado casados veinticinco años antes de morir, y su amor había permanecido intacto desde el día que se conocieron.

No podía recordar un solo momento en que su madre no sonriera ante una broma de su padre.
Siempre iban cogidos de la mano como dos adolescentes, y se robaban besos cuando creían que nadie los veía.

Pero ella los veía.

Y ahora lo recordaba.

Quería ese tipo de amor. Pero por alguna razón, no había encontrado a un hombre que la dejase sin aliento. Un hombre que consiguiera que se le desbocara el corazón y que sus sentidos se tambalearan.

Un hombre sin el cual la vida no tuviese sentido.

— ¡Oh, mamá! —balbuceó, deseando que sus padres no hubiesen muerto aquella noche.

Deseando…

No sabía qué. Lo único que quería era conseguir algo que le hiciese pensar en el futuro. Algo que le hiciese feliz; de la misma forma que su padre había hecho feliz a su madre.

Mordiéndose el labio, Grace cogió el pantalón de cuadros azul marino y blanco, y salió corriendo de la habitación.

— Aquí tienes —dijo arrojándole la prenda a Julián y saliendo a toda prisa hacia el cuarto de baño, en mitad del pasillo. No quería que él fuese testigo de sus lágrimas. No volvería a mostrarse vulnerable delante de un hombre.

Julián cambió la toalla por los pantalones y se fue tras Grace. Había cerrado de un portazo la puerta más cercana a la habitación donde él se encontraba.

— Grace —la llamó mientras abría la puerta con suavidad.

Se quedó paralizado al verla llorar. Estaba en mitad de un cuarto de aseo extraño, con dos lavamanos incrustados en la pared y una encimera blanca en la cual se apoyaba. Se había tapado la boca con una toalla, en un intento de sofocar sus desgarradores sollozos.

A pesar de su severa educación y de los dos mil años de autocontrol, Julián se vio arrastrado por una oleada de compasión. Grace lloraba como si alguien le hubiese roto el corazón.

Y eso lo hacía sentirse incómodo. Inseguro.

Apretando los dientes, alejó aquellos insólitos sentimientos. Si algo había aprendido durante su infancia era a no ahondar en los problemas de los demás, porque nunca traía nada bueno. No había que cuidar de nadie más que de uno mismo. Cada vez que había cometido el error de interesarse por alguien, lo había pagado con creces.

Además, en esta ocasión no había tiempo. Nada de tiempo.

Cuanto menos tuviese que ver con las emociones y la vida de Grace, más fácil le resultaría volver a soportar su confinamiento.

Y, entonces, las palabras de Grace lo golpearon con fuerza, justo en mitad del pecho. Ella lo había definido a la perfección: no era más que un gato dedicado a conseguir placer y después marcharse.

Se aferró con fuerza al tirador de la puerta. No era un animal. Él también tenía sentimientos.

O, al menos, solía tenerlos.

Antes de que pudiese reconsiderar sus acciones, entró en la estancia y la abrazó. Grace le rodeó la cintura con los brazos y se apoyó en él como si se tratara de un salvavidas, mientras enterraba la cara en su pecho desnudo y sollozaba. Todo su cuerpo temblaba.

Algo muy extraño se abrió paso en el interior de Julián. Un profundo anhelo que no sabía muy bien como definir.

Jamás en su vida había consolado a una mujer que lloraba. Se había acostado con tantas que no podía recordarlo; pero nunca, jamás, había abrazado a una mujer como estaba abrazando a
Grace. Ni después de hacer el amor. Una vez acababa con su pareja de turno, se levantaba, se limpiaba y buscaba algo con qué entretenerse hasta que fuese requerido de nuevo.

Incluso antes de la maldición, jamás había demostrado ternura por nadie. Ni por su esposa.

Como soldado, había sido entrenado desde que tenía uso de razón para mostrarse feroz, frío y duro.

«Vuelve con tu escudo, o sobre él». Ésas fueron las palabras de su madrastra el día que lo agarró del pelo y lo echó de su casa para que comenzara el entrenamiento militar, a la tierna edad de siete años.

Su padre había sido aún peor. Un legendario comandante espartano que no toleraba muestras de debilidad. Ni de emoción. El tipo se había encargado, látigo en mano, de que la infancia de Julián llegase a su fin, enseñándolo a ocultar el dolor. Nadie podía ser testigo de su sufrimiento.

Hasta el día de hoy, aún podía sentir el látigo sobre la piel desnuda de su espalda, y escuchar el sonido que hacía el cuero al cortar el aire entre golpe y golpe. Podía ver la burlona mueca de desprecio en el rostro de su padre.

— Lo siento —murmuró Grace sobre su hombro, devolviéndole al presente.

Ella alzó la cabeza para poder mirarle. Tenía los ojos grises brillantes por las lágrimas y parecían resquebrajar la capa que recubría su corazón, congelado desde hacía siglos por necesidad y por obligación.

Incómodo, Julián se alejó de ella.

— ¿Te sientes mejor?

Grace se limpió las lágrimas y se aclaró la garganta. No sabía por qué había ido Julián tras ella, pero había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien la consoló mientras lloraba.

— Sí —murmuró—. Gracias.

Él no respondió.

En lugar de ser el hombre tierno que la abrazaba instantes antes, había vuelto a ser el Señor
Estatua; todo su cuerpo estaba rígido y no daba muestras de emoción.

Dejando escapar un suspiro iracundo, y pasó a su lado.

— No me habría puesto así si no estuviese tan cansada y quizás todavía un poco achispada.
Necesito dormir.

Sabía que él iría tras ella, así que volvió resignadamente a su habitación y se metió en la cama de madera de pino, acurrucándose bajo el grueso edredón. Sintió cómo el colchón se hundía bajo el peso de Julián un instante después.

Su corazón se aceleró ante la repentina calidez del cuerpo del hombre junto al suyo. Y la cosa empeoró cuando él se acurrucó a su espalda y le pasó una larga y musculosa pierna sobre la cintura.

— ¡Julián! —gritó con una nota de advertencia al sentir su erección contra la cadera—. Creo que sería mejor que te quedaras en tu lado de la cama, mientras yo me quedo en el mío.

No pareció prestar atención a sus palabras, puesto que inclinó la cabeza y dejó un pequeño rastro de besos sobre su pelo.

— Pensaba que me habías llamado para aliviar el dolor de tus partes bajas —le susurró en el oído.

Con el cuerpo al rojo vivo debido a su proximidad, y al aroma a sándalo que le embotaba la cabeza, Grace se sonrojó al escucharle repetir las palabras que le dijera a Selena.

— Mis partes bajas se encuentran en perfecto estado, y muy felices tal y como están.

— Te prometo que yo conseguiré que estén mucho, mucho más felices.

¡Oh!, no le cabía la menor duda.

— Si no te comportas, te echaré de la habitación.

Entonces lo miró y vio la incredulidad reflejada en los ojos azules.

— No entiendo por qué vas a echarme —le dijo.

— Porque no voy a utilizarte como si fueses un muñeco sin nombre, que no tiene más razón de ser que servirme. ¿De acuerdo? No quiero tener ese tipo de intimidad con un hombre al que no conozco.

Con una mirada preocupada, Julián se apartó finalmente de ella y se tumbó en la cama.

Grace respiró profundamente para intentar que su acelerado corazón se relajara, y poder apagar el fuego que le hacía hervir la sangre. Resultaba muy duro decirle que no a este hombre.

¿Crees realmente que vas a ser capaz de dormir con este tipo a tu lado? ¿Es que tienes una piedra por cerebro?

Cerró los ojos y recitó su aburrida letanía. Tenía que dormir. No había sitio para los «y si…» ni para los «pero…». Ni tampoco para Julián.

Él colocó las almohadas de modo que le sirvieran de respaldo, y miró a Grace. Ésta iba a ser, en su excepcionalmente larga vida, la primera vez que pasara una noche junto a una mujer sin hacerle el amor.

Era inconcebible. Ninguna lo había rechazado antes.

Ella se dio la vuelta en aquel momento y le dio un mando a distancia, como el que le había enseñado en la sala. Apretó un botón y encendió la televisión, después bajó el volumen de la gente que hablaba.

— Esto es para la luz —dijo apretando otro botón. De inmediato, las luces se apagaron, dejando que fuera el televisor el que iluminara débilmente las sombras de la habitación—. No me molestan los ruidos, así es que no creo que me despiertes —le dio el mando a distancia—. Buenas noches, Julián de Macedonia.

— Buenas noches, Grace —susurró él, observando cómo su sedoso cabello se extendía sobre la almohada, mientras se acurrucaba para dormir.

Dejó el mando a un lado y, durante un buen rato, se dedicó a mirarla mientras la luz procedente del televisor parpadeaba sobre los relajados ángulos de su rostro.

Supo el momento exacto en el que se durmió, por la uniformidad de su respiración. Sólo entonces se atrevió a tocarla. Se atrevió a seguir con la yema de un dedo la suave curva de su pómulo.

Su cuerpo reaccionó con tal violencia que tuvo que morderse el labio para no soltar una maldición. El fuego se había extendido por su sangre.

Había conocido numerosos dolores durante toda su vida: primero el dolor de estómago cuando necesitaba comer, después la sed de amor y respeto, y por último el dolor exigente de su miembro cuando ansiaba la humedad resbaladiza del cuerpo de una mujer. Pero jamás, jamás, había experimentado algo semejante a lo que sentía ahora.

Era un hambre tan voraz, una sensación tan potente, que amenazaba hasta su cordura.
Sólo podía pensar en separarle los cremosos muslos y hundirse profundamente en ella. En deslizarse dentro y fuera de su cuerpo una y otra vez, hasta que ambos alcanzaran el clímax al unísono.

Pero eso jamás llegaría a suceder.

Se alejó de ella a una distancia prudente, desde donde no pudiese oler su suave aroma femenino, ni sentir el calor de su cuerpo bajo el edredón.

Podría proporcionarle placer durante días, sin detenerse, pero él jamás encontraría la paz.

— Maldito seas, Príapo —gruñó. Era el dios que le había maldecido, hundiéndolo en este miserable destino—. Espero que Hades te esté dando lo que te mereces.

Una vez aplacada su ira, suspiró y se dio cuenta que las Parcas y las Furias se estaban encargando de lo propio con él.

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